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El tiempo
Dar un concepto monolítico de tiempo no es honesto, ya que cada ser lo percibe de una manera particular, según el momento histórico, la pertenencia grupal y cultural y el momento de su existencia. Instante tras instante, somos un «siendo» nunca idéntico.
“Clarificar la naturaleza y la experiencia subjetiva del tiempo es clarificar la naturaleza y la experiencia de nuestro ser. A la inversa, cuando clarificamos la naturaleza y la experiencia de nuestro ser clarificamos al mismo tiempo la naturaleza y la experiencia subjetiva del tiempo que somos y en el que somos.
Todo esto para decir que la manera en la que nos percibimos a nosotros mismos está íntimamente ligada a la manera de percibir el tiempo.”
Dokushô Villalba (1999)
En este presente histórico, a pesar de que tenemos diversas vivencias del tiempo, para cualquiera de nosotros es muy difícil representarnos el tiempo sin referenciarnos en la contabilidad de los relojes y los calendarios. La relación del hombre con el tiempo, está cada vez más mediatizada por los artefactos de medición mecánica y digital, cuantificando la existencia por días laborables… La cultura moderna consiguió aislar el trabajo de las otras actividades de la vida, convirtiéndolo en una mercancía más. Paz Moreno Feliu (1992) llega a afirmar que “La innovación tecnológica más
importante de la era industrial fue el reloj, no la máquina de vapor”.
No siempre fue así. Antes, el ser humano era capaz de leer las huellas del tiempo en la naturaleza: los fenómenos atmosféricos y meteorológicos, en el movimiento de los astros, en la luz y la sombra, en el periódico retorno de las estaciones, en la pleamar y la bajamar… El tiempo ofrecía un cíclico renacer, con renovadas oportunidades.
A las raíces de la concepción occidental del tiempo podemos encontrarlas en el tránsito del pensamiento mítico al pensamiento lógico de la Grecia antigua. Antonio Campillo (1991) asevera “Frente al tiempo de los dioses comienzan a establecerse dos tipos de temporalidad: el tiempo de los hombres y el tiempo de la naturaleza, el tiempo de la polis y el tiempo de la physis. Y estos son, todavía hoy, los tiempos con los que contamos.” La dualidad entre los inmortales‑divinos y los mortales‑humanos empieza a ser reemplazada por la de lo natural y lo humano. Aún así, para ellos hay una cierta correspondencia entre el kosmos humano y el kosmos natural, el orden político y el orden físico: la ley de la jerarquía y la repetición. El tiempo no es sólo sucesión sino también repetición, línea y ciclo a la vez. La dualidad entre chrónos y aión atraviesa diez siglos de filosofía griega: desde los presocráticos hasta los neoplatónicos, desde Anaximandro hasta Plotino.
El significado más arcaico de aión es el de aliento o fuerza vital, y por extensión el de duración o perduración de la vida. Más tarde designó las grandes eras o edades de la vida en el mundo, los grandes ciclos o eones del kósmos; incluso el tiempo como vida siempre viva, la eternidad (totalidad simultánea de todos los tiempos). Para Heráclito el mundo entero está comenzando en cada instante.
El término chrónos refiere a un tiempo determinado y está presente ya en Homero, cercano a las diversas formas de medir el tiempo: émar (el día), sémeron (el hoy), hora (cierto momento del día, del año, o de la vida), meís (el mes lunar), étos y eniautós (el año), periétos (la vuelta de los años), nyn (el instante presente). Chrónos acabará universalizándose e identificándose con el dios Khrónos, aunque esta segunda palabra parece proceder de koroné (cuervo). Khrónos fue uno de los Titanes, le arrancó los genitales a su padre Urano, se transformó en el soberano de la Tierra y devoraba a sus propios hijos para impedir que se rebelaran contra él. Este Tiempo final, con mayúscula, es el dueño del mundo, ejerciendo un poder despiadado y destructor. Juzga sobre todo (pasado, presente y futuro) y reparte la fortuna.
Anaximandro distingue entre un ser ilimitado y eterno (ápeiron) y las cosas limitadas y temporales. Estas últimas proceden de aquél cuando nace y a él retornan cuando mueren, ocurriendo esto cíclicamente desde tiempo infinito. Esta procedencia no es cronológica sino ontológica.
Para Aristóteles el tiempo forma parte de la physis, es algo que pertenece a la naturaleza misma de las cosas, puesto que lo propio de la naturaleza es el cambio (alteración cualitativa, aumento o disminución cuantitativa, traslación o desplazamiento de lugar, movimiento de generación o corrupción). El paso del no‑ser al ser y del ser al no‑ser no se da en el tiempo sucesivo sino en el instante, en ese intervalo entre aión y chrónos en el que se origina todo ser determinado.
Pero, por otro lado, Aristóteles reconoce que es la propia alma la que distingue el antes y el después, es decir, el tiempo como movimiento físico y como movimiento psíquico, con la salvedad de que el movimiento físico es independiente del alma, siendo el movimiento psíquico una consecuencia no obligada.
Para Plotino el tiempo no es un atributo del movimiento físico, sino que es independiente y “anterior” a él. No puede haber movimiento sino en él. Por lo tanto, es inherente al movimiento psíquico. Pero Plotino no puede prescindir del movimiento regular de los astros…
Aristóteles y Plotino fracasan en el intento de reducir el tiempo crónico a una sola de sus dimensiones: la física o la psíquica. No pueden prescindir de la contraria. En realidad, el tiempo crónico es un tiempo híbrido, el resultado simultáneo de los movimientos físicos y psíquicos.
Pero de los griegos hemos heredado un tercer término que también se refiere al tiempo: kairós. Teniendo en cuenta que chrónos y aión son definidos a partir de un concepto de instante presente (nyn), la verdadera diferencia conceptual se encuentra entre nyn y kairós. Los filósofos griegos no le concedieron suficiente importancia a este último, probablemente porque, a diferencia de los dos tiempos definidos a partir de nyn sometibles a un conocimiento por leyes o principios, del
kairós sólo cabe tener opiniones diversas y cambiantes. Con kairós se designa a un intervalo de tiempo relativamente breve que no es ni el instante físico ni el instante psíquico, sino la ocasión propicia, la oportunidad. Se presenta rara vez, de improviso, de manera fugaz y sin ser evidente. No es nunca presente, pertenece al pasado o al porvenir. Kairós también era un dios representado como un joven calvo, con los pies alados, sosteniendo una balanza y bajando uno de sus platos con la mano (la fortuna inclinada). No pertenece ni a la física ni a la psiquis, sí a la frontera entre ambos, para desbaratarla, borrarla y confundir el afuera y el adentro. Con kairós no corresponde separar tiempo y espacio ya que la ocasión es momento y lugar. No hay calendario ni mapa donde podamos situarlo, saberlo y dominarlo. Se revela mediante señales o indicios que hay que descifrar, intuir o adivinar.
Discernir la ocasión es lo más difícil, pero es también lo más importante para el hombre, lo único verdaderamente decisivo, porque es en ella, en cada coyuntura concreta e irrepetible, en donde el hombre decide su destino, o en donde el destino decide la suerte del hombre. Kairós es la ocasión adecuada para la decisión, es propicia para la acción. En kairós se sincronizan la decisión de la psiquis y el mundo material, es no‑dos.
El poco interés por la vida práctica (moral, política, productiva, técnica) de los filósofos griegos se traduce en poco interés por kairós. Este tiempo requiere del hombre una sabiduría y un valor especiales, una tensión de la fuerza y la inteligencia para que decida como un sabio y actúe como un héroe.
Citando a Antonio Campillo (1991), “la ciencia de la oportunidad no puede ser argumentativa sino narrativa: no puede ser sino el relato de las acciones memorables de los hombres, que a modo de exempla proporcionen un modelo emulable. Éste es el valor ético de poemas épicos […] de las grandes tragedias”… Merecen ser recordadas las acciones que suspenden el tiempo crónico, introduciéndole lo intemporal.
Nuestra tradición occidental ha albergado tiempos tan diversos como el de los filósofos o el de los aldeanos, el tiempo reversible galileano o el del segundo principio de la termodinámica, el tiempo mecánico de las manecillas del reloj o el de las pulsaciones del reloj de cuarzo, siempre hilvanado por la conjunción entre la herencia griega (abstractiva y ávida de regularidades) y la tradición hebrea (lineal y orientada al juicio final). Es abstracto, lineal, progresivo, orientado, medible. Es un tiempo con el que se puede pagar cárcel o comprar salario. Puede perderse (viendo televisión) o invertirse (educándonos). Es un tiempo enajenado, que se separa de las cosas y se impone a ellas.
Diferente a esta concepción y vivencia, podemos encontrar la de la China pre‑budista, donde el tiempo está unido indisolublemente a los acontecimientos y al espacio. El acontecer determina su tiempo y su espacio, teje su ocasión y su lugar. El universo se presenta de modo distinto a los distintos observadores, según su posición respecto a la totalidad. Chuang Tzu dijo “A las cosas las hacen los nombres que se les dan”. Su modo de percibir está más atento a lo singular y extraordinario que a las repeticiones y regularidades. Cada proceso tiene su Dao, está centrado en su tiempo propio manifestando también el Dao cósmico. El Dao impregna todos los aspectos de la vida social: la división y modulación de los trabajos, la disposición de los festejos y rituales, o la organización política según criterios de rotación y alternancia en vez de la ley y la autoridad. La contradicción interpenetra los opuestos, abriendo un nudo de posibles que también forman parte del acontecimiento.
Carl Gustav Jung, prologando el I Ching, indica que en China se ordena la experiencia con el principio de sincronicidad y en Occidente con el principio de causalidad. En vez de enlazar el antecedente con el subsecuente (con‑secuencias), vincula los acontecimientos concurrentes en un momento dado (co‑incidencias), otorgándole un espesor singular y significativo. El sentido se despliega en la ocasión, no en la causalidad.
El experimentador/observador forma parte de la trama del acontecimiento que onstruye/observa, y altera el tiempo del fenómeno tanto como resulta alterado el suyo propio. No hay dos, sólo interdependencia.
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