Unos días con Juan Carlos De Petre en el momento adecuado son como la más fértil de las semillas que cae en la tierra nutrida tras las lluvias del invierno. Lo más probable es que brote y, a su tiempo y según el entorno, la nobleza encuentre el camino para manifestarse en ti.
Hace muchos años, quizás un par de décadas, en Santa Fe -Argentina- llegaba Juan Carlos De Petre a dar un curso para los exalumnos de la Escuela Provincial de Teatro donde yo me había titulado. No recuerdo las circunstancias por las que me hice responsable de recibirlo y llevarlo a una entrevista radial. Todo lo que conversé con aquel hombre, además del propio curso, fueron sincronías que ratificaban las intuiciones de mi corazón. El teatro podía ser un camino de trascendencia y autoexploración, sutil y bondadoso, muy alejado de la pirotecnia escénica y la bochornosa manipulación egocéntrica.
Este artículo y la entrevista audiovisual del final son palabras que señalan una orientación deseable y saludable: la de donar transmutando el teatro, simultáneamente transmutando la vida. Conquistar el estado de inocencia. Evolución humana y evolución teatral.

Valia Percik
Comparto perlasEl teatro no existe sin el hombre que lo realice
De: Juan Carlos De Petre
Fuente: Revista Teatro CELCIT 15-16
El teatro no existe sin el hombre que lo realice.
Nada, absolutamente nada existe sin el hombre que le otorga al acto o a la acción un nombre propio, aquél por el cual diferencia ese hacer de otros.
Hablar del teatro histórica… mente,
semántica… mente,
estética… mente,
social… mente,
psicológica… mente,
antropológica… mente,
cultural… mente,
puede ser nada más que eso: mente.
No se trata de invalidar el pensamiento y su especulación, sí de ponerlo en su lugar. El gran peligro del intelecto, cuando funciona separado de otros mecanismos humanos, es que termina construyendo realidades incorpóreas, produciendo teorías o conceptualizaciones difíciles de adaptar al régimen viviente. De allí el fracaso, la impotencia de la creación; de allí el vacío del actor, la burocracia de los directores, el ocio mecánico de los dramaturgos.
Cuando se habla de teatro, se habla de hombres que lo hicieron o que lo hacen, y ha quedado históricamente comprobado que cuánto más ligado a sus vidas, cuánto más comprometido con sus existencias, más valioso y esencial es o ha sido su arte. La fidelidad no debe verse como un canon moral restrictivo, sino como uno de los procedimientos efectivos para conquistar la unión. La coherencia entre boca y palabra, entre cuerpo y energía, entre lenguaje y significado, entre percepción y mirada, entre sensibilidad y alma, entre espíritu y amor, es el resultado de la victoria alquímica sobre la separación para conseguir la unidad. La obra cristaliza cuando sus elementos unidos se han volatizado y han ascendido poniéndose en contacto con otras calidades de materia, descendiendo luego hasta dejarse en el polvo. La transmutación depende de la tenacidad, de la paciencia, del conocimiento y al fin del milagro al que sólo pueden aspirar quienes -por dedicación leal, por compromiso inalterable- lo merecen.
Dicha transformación (transformación es dicha) deviene uno de los destinos humanos más elevados: hacer un esfuerzo voluntario para dejar de ser una forma y vestirse de otra más evolucionada, termina siendo sin duda, una de las grandes misiones humanas. Morir definitivamente a la muerte rutinaria, natural y repetida, para habitar en una vida más respirable es -aunque no todos puedan formularlo racionalmente- una aspiración latente en cualquiera: la angustia, la desesperación, la infelicidad, la destrucción, el desconsuelo, tienen su causa en la imposibilidad de conseguir esta conversión.
Analógicamente: cada hombre auténticamente teatral, es decir, aquellos que han asumido como camino y conducta de sus existencias este ejercicio, han producido siempre el mismo fenómeno: han transformado el teatro, lo han “mutado”, le han descubierto otra manera de vivir. Cada creador real vuelve a nombrar el teatro, lo designa por primera vez.
El teatro no se puede salvar ni ser redimido, el teatro no puede defenderse ni ser protegido, el teatro no es bueno ni malo, el teatro no está en decadencia ni se ha revitalizado, el teatro no educa ni instruye, el teatro no piensa ni sufre… el teatro simplemente no existe, no es. Existe el hombre que lo hace y cuánto más desarrollado este hombre más desarrollado su teatro: podrá mostrar que el cambio es posible o que la posibilidad es el cambio, antes que nada del mismo teatro.
La teatrología o la ideología del teatro, cualquiera sea ella, ha causado los mismos estragos que la ideología política. Militantes anulados, inservibles, estériles, desilusionados, comprendieron el error suicida que implica poner una idea por encima de la vida, los plexos axiológicos mutilan: los líderes verdaderos son la misma doctrina. Después de ellos solamente quedan libros, estatuas, discursos, banderas. Stanislavsky, Craig, Brecht, Grotowski, Kantor, son nombres teatrales; sin hombres como éstos, teatro es una palabra hueca, en el mejor de los casos signo de representación, en el peor: sinónimo de ficción.
Eternamente la existencia será el misterio, descifrar el enigma ontológico es la práctica trascendente irrecusable de toda entidad consciente: así como todos los días y a cada momento la persona se pregunta y se responde sobre su vida, del mismo modo quien hace o pretende hacer el teatro, debe obligarse a contestar idénticos interrogantes. El ser y su obra o la obra del ser están en permanente movimiento, en constante realización; no habrá peor mal que condenarlos a una estructura anticipada, el pecado imperdonable será negarles el desarrollo al que tienen derecho como criaturas independientes y únicas que son.
El teatro no existe, sólo es posible en el hombre dispuesto a concebirlo. Toda concepción espera en la virtualidad el beso del príncipe que la despierte y le obligue a vivir, dando testimonio una vez más, del portento de la manifestación y de la gracia creadora.
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